Viejos demonios

DECÍA Tolstoi que «las familias felices se parecen y las infelices tienen su propia manera de serlo». Todos los vídeos y las fotografías muestran a Alfonso y Charo, los padres de la niña china asesinada en Santiago, como una familia ejemplar, volcada en la educación de su hija. Pero esa apariencia de normalidad es lo que convierte en brutal lo que se nos presenta delante de los ojos.

Matar a un hijo es un acto inconcebible en nuestra cultura, pero Plutarco cuenta que el infanticidio era algo habitual en Cartago para aplacar a los dioses. Las mujeres romanas tiraban a sus hijos al río Tíber y no fue hasta el año 318 cuando el emperador Constantino prohibió esa práctica.

Según una vieja tradición hinduista, de la que hay constancia documental, las viudas se arrojaban a la pira crematoria del marido fallecido, mientras que existen tribus en el Pacífico en las que la esposa era sacrificada ritualmente sin oponer ninguna resistencia tras la muerte de su cónyuge.

Recuerdo también la película La balada de Narayama, dirigida por Shohei Imamura, en la que se relata la tradición de una isla de Japón en la que se abandona a los viejos en una sima para que mueran de hambre y de frío al considerar que ya no son útiles a la colectividad. Pongo estos ejemplos para dejar en evidencia que el asesinato de padres, hijos o esposas ha sido históricamente no sólo algo tolerado sino bien visto socialmente, incluso justificado por razones religiosas, aunque ahora nos parezca algo monstruoso.

Nuestra civilización ha convertido en tabú el acto de matar, pero el hombre nómada y cazador del Paleolítico sobrevivió gracias al uso de la violencia no sólo sobre los animales sino además sobre otros seres humanos. Esto significa que llevamos el instinto de asesinar en nuestros genes, aunque esté profundamente enterrado tras miles de años de civilización, que son pocos en relación a la duración de la evolución humana y de nuestra especie.

No estoy justificando el asesinato. Lo que digo simplemente es que en la era de Google, las tabletas y los satélites, el Homo Sapiens lleva en su interior un instinto de muerte y de destrucción que puede aflorar en determinadas circunstancias. Ahí están los muchos casos de violencia doméstica. A eso Dostoievski lo llamaba «nuestros demonios interiores», pero yo diría simplemente que es la naturaleza humana. Todos somos un asesino en potencia.